María Doehler Cuando Sam y yo teníamos un solo niño, me consideraba bastante competente como madre. Tuve que adaptarme, ser flexible y ceder parte de mi independencia, pero no demasiada. No se me pasaba un detalle de la indumentaria y aspecto de Cade, nuestro hijo. Nunca llevaba ropa sucia, manchada o percudida. Cade era un niño portátil: lo llevábamos a donde fuéramos. Cuando había que hacer algo, emprendíamos tranquilamente la tarea y la llevábamos a cabo. Sabíamos que cuando tuviéramos más niños las cosas serían más cuesta arriba, pero a mí eso no me preocupaba. Ya era ducha en cuestiones de maternidad. Seguidamente llegó Brooke. Era una angelita. Solo se despertaba para gorjear y decir: «Gu, gu, gu»; después se dormía solita. Como en ese embarazo subí menos de peso, me puse en forma rapidito. Llegué a la conclusión de que si era capaz de bandearme tan bien con dos, podía hacer frente a cualquier cosa. Me estaba desempeñando de maravilla. La siguiente fue Zara. Ahí perdí toda mi pericia materna. No es que Zara fuera una niña difícil de por sí; pero de repente, lo que antes podía hacer en un santiamén, con ella me tomaba 45 minutos. No era raro que tuviera a tres niños llorando a la vez en distintas partes de la casa. Realizar cualquier actividad en familia requería la misma rigurosa planificación y ejecución que un viaje a la Luna. Se empezaban a oír comentarios del estilo de: «¡Solo mirarte ya me agota!» Para colmo, los bebés no son bebés para siempre: en menos que canta un gallo empiezan a caminar y se meten en todo. Pero aprendimos a adaptarnos a la nueva situación. Nos dimos cuenta de que no teníamos que ser perfectos, y los niños tampoco. En ese momento comprendí mejor que ser madre es mucho más que dar a luz y atender a las necesidades físicas de mis hijos. Significa vivir a través de ellos, no imponiéndoles mis ideas y sueños, sino alegrándome y enorgulleciéndome de cada uno de sus triunfos. Dondequiera que íbamos la gente nos decía: «Disfrútenlos mientras los tengan con ustedes, porque crecen en un abrir y cerrar de ojos». Esa afirmación tan cierta empezó a calar hondo en mí. Cuatro hijos. Emma es tan particular como su hermano y sus hermanas. A estas alturas, algo sencillo puede fácilmente tomar una hora. Sobra decir que todavía tenemos que planificarlo todo, pero no programamos sino una actividad al día como máximo. Tenemos mucha ropa para jugar y unas pocas prendas de vestir. En cierta ocasión Zara manchó una camisa de Cade con un marcador azul justo cuando nos aprestábamos a salir. Pensé: «Por lo menos la camisa es azul. Casi combina». Somos un circo, pero no me importa, y además es bueno hacer sonreír a la gente. Sigo aprendiendo nuevas facetas del amor, que poco a poco van cambiando algunos de los rasgos más pertinaces de mi naturaleza. Cada niño y cada día que pasa van moldeando mi carácter; pero me encanta que sea así. ¡Es entretenido ser una familia! Gentileza de la revista Conectate. Usado con permiso. Foto © www.visualphotos.com
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Joan Millins Llegará La otra noche, tuvimos a nuestros cinco niños acurrucados en nuestra habitación. Llegaron con sus edredones y sacos de dormir. Es asombroso ver a cinco niños y darse cuenta de que son nuestros hijos. Recuerdo cuando eran bebés, y los miro con tanto amor. Ver crecer a los hijos es una de las experiencias más gratificantes que hay en este mundo. Sin embargo, en algún momento en la vida de mis hijos me pregunté: «¿Este niño llegará a aprender a utilizar la bacinilla?» O «¿Mi hijo será un inadaptado social?» He aprendido que, a la larga, si un niño crece en el entorno adecuado, dejará de usar pañales, aprenderá a compartir sus juguetes y a hacer todo lo que los padres tienen tanta prisa por que los niños lleguen a dominar. Nunca es tiempo perdido el que se pasa dándoles amor y enseñándoles. Amado esposo… ¡Me dejas fascinada! A modo de ejemplo, hablaré de lo que ocurrió hoy. Teníamos opiniones distintas acerca de lo que sería tiempo de calidad dedicado a los niños. Siempre dije que tiempo de calidad debía ser preparar algo juntos, una nueva experiencia, o un intercambio de corazón a corazón. ¡Reconozco mi error! Hoy te vi conducir el tractor para cortar el césped. Lo hiciste durante horas con Shawn, de tres años, en tu regazo. Shawn estuvo encantadísimo con la experiencia; para él fue algo excepcional y para mí, una revelación. No hubo diálogo entre ustedes la mayoría de ese tiempo. No fue una tarea complicada; solo un padre con su hijo; y los dos disfrutaron de la compañía mutua. Eres un padre estupendo para nuestros hijos. ¡Gracias por amarlos y desvivirte por ellos! La guerra y los juguetes Duplo Reglas del juego: Encontrar un blanco y lanzarle juguetitos. Blanco: Mamá, ¿quién más podría ser? Empezó como algo inocente. Los niños necesitaban ordenar los juguetes Duplo, después de haber pasado un rato entretenido. Así pues, hicimos que la tarea fuera un juego. Tenían que lanzar las piezas desde el otro lado del cuarto para que cayeran en el balde donde se guardaban. Claro, la mayoría de las piezas cayeron fuera del balde. De broma, lancé a Tracy, mi marido, una pieza. Debería haber pensado en lo que pasaría. Empezó la guerra. Las armas fueron los juguetes Duplo, con la participación de todos los niños. A mí me lanzaban todos los proyectiles, hasta que mi hijito de tres años, todo un caballero con su reluciente armadura, llegó a defenderme. La guerra con los juguetes Duplo duró cinco minutos. Todo el piso quedó cubierto de piezas Duplo. Sin embargo, con la espontaneidad y prisa que teníamos todos de hacer algo fuera de lo corriente y que no se permitiría más de una vez, fue divertido y nos unió. Después, todos cooperamos para ordenar el cuarto. Lo dejamos impecable de inmediato. La enseñanza que me dejó aquel episodio fue que está bien suspender las reglas temporalmente, mientras no se pierda el control, y que nadie salga herido ni se ofenda. Me vino a la memoria que algunas de las experiencias que recuerdo con más cariño de mi niñez fueron las locuras que mis padres me permitieron que hiciera. Por ejemplo, cuando tenía cuatro años vivíamos en la India, y observé a la gente muy humilde que caminaba descalza por las calles y quise intentarlo. Mi mamá me explicó que la calle era sucia y hacía mucho calor, pero insistí y entonces ella me dejó hacer la prueba. Mi madre me llevó los zapatos, mientras vivía mi experiencia de caminar al estilo de la India. ¡Me sentí genial! Sabía que no me permitirían hacerlo de nuevo, así que disfruté de cada momento. Me quemé los pies. Eso no fue divertido. ¡Pero qué recuerdo me quedó! |
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